A veces los días
van pasando y a uno como que le queda la impresión de que algunas
impresiones se le han quedado en el tintero. Ciertamente, siempre
serán muchas las impresiones que se nos pueden haber llegado a
escapar. Pero ahora me gustaría referirme a algunas que parecen
estar ahí nomás, bien cerquita. Como la sensación de que la vida
es un río que corre a toda velocidad, y que uno de pronto va
escapando de las piedras o a veces golpeándose en ellas antes de
seguir, y después de tanto correr, estamos en el mismo lugar que al
comienzo. O entonces lo que se siente al cruzar la cordillera de los
Andes hacia Santiago de Chile o volviendo a Mendoza. Esas moles
inmensas, que parecen muchas veces lava recién derretida que se
apoya sobre la tierra. Y el río que corre al lado de la ruta, ya
bien cerquita, ya alejándose. O el hecho de uno estar en una ciudad,
o varias ciudades, pues en João Pessoa es lo mismo o casi lo mismo,
con la diferencia de que allá es el mar y no la montaña lo que nos
da esa impresión de inmensidad. Y también las flores, que por todas
partes dan un toque de eternidad. Y ya ahora en esta mañana de
domingo, después de una hojeada al diario, para ver lo que quieren
que uno vea y piense de la gente y del mundo. Después de haber
recordado a Adalberto Barreto y la Terapia Comunitaria Integrativa,
esa tela gigante en la que uno va rehaciendo su identidad, su
humanidad. Y ahora ya los pájaros, incesantes. Y el cielo que antes
estaba como que anaranjado y tímidamente celeste y blanco, y ahora
ya está más bien que casi del todo azul celeste, pero un azul
celeste intenso, y el sol. Y cada vez más los colores. El color. La
mirada interna. Un mundo que se integra en sentimientos, a partir de
imágenes. Entonces el anaranjado y amarillo. El rojo y el violeta.
Todos los colores. Poder ser color. Vivir cromáticamente.
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