Duro oficio el de vivir. Medio sin darme cuenta y al
mismo tiempo sabiendo exactamente lo que hago y por qué lo hago, una y otra vez
vuelvo sobre lo mismo. El basural que parece haber ocupado el escenario
nacional y en cierta medida mundial también. Esa especie de nube gris de
indiferencia, mecanización de las relaciones, vaciamiento del presente, que es
como que una especie de menú obligatorio que nos quieren obligar a tragar. Esta
es una de las razones que me mueve a insistentemente venir a la página a decir
que no. No a la abolición del valor de la vida. No al descarte del tiempo
presente como si fuera algo despreciable una vez instalada la distracción
programada. El celular en la mano y el androide caminando. Poco nos escuchamos
unos/as a los otros/as. La vida es hasta el final. Cada minuto cuenta. No tengo
tiempo ni ganas de perder la vida que tanto me ha costado recuperar en su
integralidad (la totalidad de las partes que me constituyen) y en su integridad
(la cohesión que da sentido al todo que soy) haciendo de cuenta que da lo mismo
una cosa que otra. Cuidar al niño renacido. Este es el trabajo. Resistir a la
barbarie que consiste en vaciar la palabra y el lenguaje vaciando así la
relación humana y la propia vida es tarea continua y colectiva. La vida plena
es una actividad intencional y persistente. Es un rescate continuo de la propia
historia personal y familiar. Una revalorización contínua de lo que es esencial
e innegociable. ¿O será que no he aprendido nada con mi historia? Me dirán ¿qué
hacer frente a la criminalidad que se enseñorea con aires de impunidad soberbia
en los más diversos ámbitos incluyendo por supuesto el judicial, periodístico,
político, económico? Fortalecerse más y más en aquello que es perenne. Aquello
que el dinero no puede comprar ni puede ser impuesto a la fuerza. La propia
vocación y misión. La inalterable certeza de que una vida mantenida con lealtad
a la propia conciencia y auténtica es la máxima conquista a que podemos
aspirar.
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