domingo, 29 de agosto de 2010

El hombre calidoscópicio

Sabía ser tantos y uno sólo. Una parte de ese infinito cristal de esa memoria, el Universo, como dice el poema de Borges. Te levantas a estas horas de la madrugada, y empiezas a dejar que la palabra venga, que el río infinito empiece a definirte, hasta donde esto es posible. Lo necesitas. Dejas que desde los confines del universo las telas que te constituyen se vayan tejiendo, hilo a hilo. Conoces el comienzo, allá en la lejana noche de los tiempos. Todos y todas duermen.

Recuerdas a tu madre, tú ya eres. No te puedes definir a no ser como el hombre calidoscópico, alguien que gira con el universo, uno que es un primer motor, alguien que hace girar las estrellas a su alrededor. Recuerdas los primeros tiempos, tus tiempos de niño y de joven, las jornadas que te llevaron a las profundidades insondables de tu propio ser y a la esencia íntima de las flores, de la gente, del cielo, el agua, el fuego, la tierra, todo lo que existe.

Hay cosas de ti que no comprendes ni aceptas, quisieras cambiar, ser diferente. Te apoyas en la sabiduría milenaria de la humanidad y de la creación. Eres parte de ese todo que se crea y se recrea a todo instante, pulsas con el cosmos. Te dejas llevar por la plenitud de esta hora, de cada hora, de todas las horas.

Recuerdas al hermano Damián, al padre Fragoso, tanta gente en tu vida. Todo está contenido en todo, recuerdas. No hay una receta, y las hay todas, a cada instante, eliges caminos nuevos y viejos. Tratas de no repetir errores, te sabes santo y pecador, como todos y todas.

No apuestas en el error ni en la culpa. Buscas la verdad, cambiante, el amor, omnipresente, en ti y en todo lo que existe. El hombre calidoscópico.

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