Hay veces que necesito tener un lugar. Necesito sentir que
tengo un lugar, que puedo ser. De pronto las reglas, las normas, pueden haber
ido cerrando el espacio a mi alrededor, y en un dado momento, es como si todo parara.
Suena una señal de alarma. Algo me dice que no, que no es necesaria tanta obediencia,
tanta sumisión. Puede ser una vieja tristeza, una tristeza antigua. No hay nada
de malo con la tristeza. La tristeza no es una enfermedad. Ella viene como que a
recordarme que hay algo más que lo efímero. Hay algo más que las cosas que la
televisión y los diarios me convencen que son importantes.
Hay esas cosas como un
paisaje del sertão o de la montaña. Una sensación de fondo de mar o de río. Un recuerdo
de tiempos pasados que se hacen presentes. Un presente que, como una acuarela,
se diluye en el pasado, un tiempo sin tiempo. Entonces todo ese tiempo unificado,
toda esa sensación de eternidad que a veces me asalta, es como si me llevara a un
espacio infinito, hecho de recortes de todos los días vividos hasta ahora.
Y ya
no son sólo mis días vividos, sino los días vividos también por gente muy
querida que ya no se encuentra en este plano de existencia. Son los libros
leídos, mis escritos en los que me fui trayendo de vuelta y sigo trayéndome de
vuelta, como un mar incesante. Es la vida que laboriosamente fui recreando de
las tinieblas del ayer, hasta la luz, a veces tenue luz, del hoy. Un hoy que se
estira hacia adelante y hacia todas las direcciones.
Un tiempo infinito. Entonces
escribiría. Escribiría sin cesar hasta el último suspiro. Seguiría escribiendo
aún más allá de ese instante final, como si hubiera aún outro lado de la hoja,
de esta hoja que he venido leyendo y escribiendo a lo largo de toda mi vida, de
cada uno de mis dias, de todos los instantes que me fue dado vivir.
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