La hoja se había transformado en una
especie de puerto seguro. Un puerto seguro, sin duda. Allí voy cada vez que
necesito rehacerme. Cada vez que necesito estar un poco conmigo. Entonces me
pongo a leer o a escribir. Leer o escribir, eso mismo. Cuando estoy en la hoja, sea de un
libro o de un cuaderno, es como si estuviera donde debo estar. Estoy en mi
lugar. Este es mi lugar. Pero no es un lugar de donde estén excluídas otras
personas, no es un lugar apartado. Es un lugar de reunión.
Aquí me reúno con quienes también
están en busca de sí mismos o de sí mismas. A veces, como ahora, no es que uno
venga a este lugar de encuentro para decir algo determinado.
Tal vez sí, tal vez no. Puede ser que
uno quiera compartir algunas alegrias pequenas o no tan pequenas, como la de
estar leyendo un libro agradable, o la de tener la sensación de estar
firmemente plantado en el suelo.
O, aún la alegría de saberse parte de
una red de afectos que incluye la familia, principalmente, y se extiende por
los amigos y amigas, las redes de las cuales participo, construyendo vínculos
solidarios. Respirar aquí, valorizar la vida aquí.
Saberse aquí a salvo de la
deshumanización que ronda más allá, y, de algún modo, saber que en este nido se
construyen antídotos contra la violencia y la despersonalzación, la
indiferencia y el tedio vital.
En estos espacios, donde lo cotidiano
y lo más íntimo son lo más valioso, es como si uno estuviera rondando las
semillas de una vida nueva que depende solamente de nosotros mismos.
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