Como no tenía nada que hacer, me ponía
a escribir. El calor de la tarde mendocina. Las letras pareciendo de
a poco en la hoja. Un pantallazo de un año que está por terminar.
Me parecía increíble haber estado en tantos lugares. Haber hecho
tantas cosas. Descubrimientos, superaciones. Cosas que empiezo a
aceptar. Cosas que empiezo a comprender. La vida se va juntando, se
va integrando, componiendo. Como un rompecabezas que se arma y se
desarma. De pronto el ejercicio de escribir va poniendo todo en su
lugar. Se juntan los momentos, las personas, lo aprendido, los
lugares. Mendoza y Joáo Pessoa. Paraná y Buenos Aires. Posadas y
San Luis. Fortaleza y Brejo das Freiras. Carlos Paz y Cuiabá.
Chapada dos Guimaráes.
Cada lugar es como un mundo que gira sobre sí
mismo. Y también cada lugar es como un universo que se une a otros
universos, formando un infinito. Este momento. Este dejarme ir en
palabras sobre la hoja, esta tarde mendocina de calor. Una tarde en
la que el libro que compré anoche en la librería de la calle San
Juan, es como un refugio. Una puerta hacia otros lugares. Una puerta
hacia mí mismo. Libertatura. La liberación que la literatura
propicia. El crear mundos para uno mismo, en esos instantes furtivos
o en esas largas jornadas en las que la pared que te separa del mundo
externo, deja de existir. Entonces eres uno, eres una, una unidad.
Algo que está aquí y respira. Y todas tus noches, todos tus días.
Todas tus caminatas, tus caminos, todo confluye en este justo lugar.
Entonces respiras. Entonces ya la tarde. Entonces Mendoza. Argentina
dos veces. Dos veces Argentina. Dos veces argentino.
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