Muchas veces escribo no para decir algo en especial, o para
compartir algo, sino solamente para sentirme aquí, para sentir mi presencia,
saber que estoy en mi lugar, estar en mi lugar. Ocurre sin embargo que al empezar
a habitar este espacio tan íntimo, y al mismo tiempo tan común, es como si
estuviera en un lugar de todos, que, sin embargo, guarda su privacidad. Escribo
hasta cuando no estoy escribiendo. Escribo y leo para estar en mí mismo, estar
en este espacio único y al mismo tiempo común. Un campo abierto. Una montaña,
un río, el mar. Ando por ahí como quien va recogiendo unos hilos de oro. Unas
pepitas de oro. Unas joyas raras. Como hoy a la tarde en el rosedal. Un portal
de glisinas. Las palmeras de la avenida de las palmeras. Y el lago. La gente
caminando o en los prados. Saber entonces que hay un lugar y ese lugar es aquí,
aquí y ahora. Un lugar de siempre y desde siempre. Una Mendoza que no cambió o
cambió mucho, no sé. No sé cuánto habré cambiado yo. Tavez mucho, talvez poco,
tal vez no haya cambiado nada y siga siendo el mismo que siempre fui. Saber que
mis raíces están aquí y también allá, en João Pessoa, y en Paraná. Rosario y Posadas.
Cuiabá y Brejo das Freiras. Tantos lugares. São Paulo y Brasilia. Brasil y
Argentina. Un país. Lugares que he ido construyendo en tantas caminatas. Tantos
sueños y algunas pesadillas. Hoy florece. Aún en la noche, serenamente, una paz
se hace presente. Una compañía que estuvo a mi lado desde el comienzo de mi
vida. Una luz que tiene nombre y que llamo Jesús. Hermano, amigo, familia. Raíces.
Redes. Todo permanece. Todo cambia y todo sigue igual. Pero no igual, diferente,
de otros modos, siempre.
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